domingo, 8 de mayo de 2011

...


“Y punto”. Así solía zanjar mi padre cualquier tipo de discusión. A partir de ese momento sabías que no podías añadir nada más. Habías tirado de la cuerda lo suficiente. Si seguías tensando, toda su furia estallaría en tu cara.

Un pensamiento se quedaba bailando entonces en mi cabeza. Una pregunta no formulada, derivada de esa obsesión infantil por la lengua y la ortografía que todavía conservo. Una cuestión absurda que de haberme atrevido a plantear hubiera, probablemente, arrancado en mi padre una carcajada de puro desconcierto. “¿Qué tipo de punto, papá?. ¿Punto y seguido, punto y aparte o punto final?”.

Punto y seguido. Una conversación detenida que se retomará en un futuro más o menos inmediato. Una pequeña pausa, un respiro con intención de reflexión y continuidad. Una parada en la estación para cambiar de tren. La siesta que me tomo cada tarde para poder encarar el resto del día (“sólo diez minutos”, me digo, aunque no siempre lo consigo). Una tregua necesaria.

Punto y aparte. Pausa indefinida para cambiar de un tema a otro, en relación pero desligado del anterior. La caída del primer diente. La graduación. El nacimiento de un hijo. Una ruptura sentimental. Delimita un párrafo de otro para ayudar a dotar de sentido una historia.

Punto y final. “El punto y final sólo se alcanza con la muerte”-decía mi abuela.

Treinta y cinco años, y sigo con mis dudas ortográficas. Sin saber cuándo dejar de tensar la cuerda.


La imagen corresponde a "Misterio", un poema visual de Pierre d. La, de su libro Hacia el interior.