miércoles, 20 de abril de 2011

ropa tendida

Llego a casa, cansanda. Tengo que vaciar la secadora para llenarla con la ropa de la lavadora, y empezar de nuevo. Me asalta un ligero mal humor. Llevo varios días con la intención de hacerlo y lo he ido postergando. De repente, con el balde entre las manos, me quedo inmóvil en medio de la cocina. Me vienen los recuerdos, me asalta una nostalgia infinita.

Hace años viví en Guatemala, en una comunidad indígena. Cada dos o tres días, agarraba mi pequeño montón de ropa, mis sábanas, la toalla, y me encaminaba despacio hacia el lavadero. Al principio iba temprano, cuando las mujeres estaba ocupadas en moler o tortear. Tanta era la vergüenza de no saber apenas lavar a mano.
Entonces, en aquellos momentos de soledad, pensaba en mi abuela, lavando en el agua fría del río la tonelada de ropa de una familia extensa de las de antes. La imaginaba bajando, tras romper aguas, a lavar todas las sábanas de la casa porque sabía que no iba a poder hacerlo tras el parto.

A las pocas semanas de estar en la comunidad de El Triunfo, se corrió la voz entre las mujeres del espectáculo que suponía ver hacer la colada a la gringa. Un día, al poco rato de aguar la primera de las prendas, una de ellas se colocó a mi lado, cogió la palangana, el jabón, y se puso a lavar muy despacio para enseñarme cómo se hacía. No dijo una sola palabra. Simplemente, me mostró. A partir de entonces, me adapté a su horario. Me gustaba aquel silencio lleno de las palabras incomprensibles de la lengua ixil, acompañadas de risas cómplices. Dejó de darme vergüenza, aprendí a reírme con ellas, a entender, a escuchar mientras frotaba, volteaba y retorcía. Aquella hora larga pasaba volando. Luego, cada una recogía su balde y regresaba a casa, con cierto pesar. Desde las cuerdas de nuestra casa, mientras tendíamos, nos sonreíamos.

Ahora estoy en mi cocina. Hacer la colada no es sinónimo de sudor, tampoco de palabras, de risas; ni siquiera implica un hermoso tendal, de poste a poste, donde airear nuestros secretos. Es un gesto mecánico de meter, sacar, añadir polvos a un cajetín, escuchar un ruido monótono.

Otro tiempo, otro lugar, otro ritmo, otra vida a la que no sé si volvería. Añoramos el pasado no por mejor sino por diferente.


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