viernes, 25 de junio de 2010

callarse

¿Cuántas palabras no dichas?
¿Cuántas enterradas por creerlas inoportunas?
¿Cuántas silenciadas, por egoístas?
¿Cuántas ahogadas para no herir?
¿Cuántas escondidas tras el miedo?

No puedo contarlas:
se desbordan.

Toca romper el silencio, o mudarse de casa.

miércoles, 16 de junio de 2010

el origen

Existe un momento cada día en el que mi cerebro alcanza su máximo rendimiento creativo. Ocurre justo al despertarme, cuando empiezan a disiparse las brumas del sueño.

Es un amanecer lento, el mío. Mi cuerpo tarda en reaccionar. Quiere acurrucarse bajo el edredón, como si temiera enfrentarse al mundo. Especialmente cuando llueve o hace frío.
Poco a poco consigo desperezarme y obligarme a la rutina: despertar a los niños con leves cosquillas, ayudarles a elegir su ropa, meterme en la ducha mientras se visten.
Y entonces llega el momento mágico, como si este no pensar automático fuera el caldo de cultivo ideal. Una idea se abre paso, seguida de otra y otra más. No las puedo controlar, mi voluntad aún está dormida. Salen a borbotones, y tengo que conformarme con intentar atraparlas para que no se escapen.
A veces, cuando sospecho que lo harán irremediablemente, las escribo con el dedo sobre el vaho que se forma en la mampara, con la esperanza de poder recordarlas más tarde.
No siempre lo consigo.

lunes, 14 de junio de 2010

en mi circo

Bajo la carpa donde me sueño, donde cuelgo mi trapecio a una altura imposible, no hay un número de circo de pulgas.
En su lugar, la domadora intenta amaestrar nostalgias imposibles.

miércoles, 9 de junio de 2010

Grief

Leave Me from Daros Films on Vimeo.

martes, 8 de junio de 2010

el misterio de Samare


Samare

Sylvia Filus | MySpace Music Videos

domingo, 6 de junio de 2010

vestirse de domingo

Hoy había que vestirse de domingo.

Eso había dicho mi abuela cuando nos fue llamando, uno a uno, casa por casa, durante toda la semana. "El domingo es la fiesta. La niña quiere vestirse de asturiana, le hace mucha ilusión. Vendrán todos."
Hay que conocer a mi abuela, saber leer lo que quiere decir detrás de lo que dice. En realidad, nadie quiere ir, pero tiene razón: iremos todos. A la niña le hace tanta ilusión vestirse de asturiana como copiar cien veces las tablas de multiplicar. Y lo que ella llama "la fiesta" ...
Lo que ella llama la fiesta ocurre en realidad tres veces al año. Coincide con las tres misas importantes que se ofician en la vieja iglesia del pueblo.

La primera es a finales de septiembre o principios de octubre. Nunca se sabe la fecha exacta, ni nadie ha sabido explicarme por qué varía de un año a otro. Antes era La Fiesta, con mayúsculas. Cuando yo era pequeña, aunque ya empezaba a estar de capa caída, duraba cuatro o cinco días. Había orquesta todas las noches -aunque nadie bailaba-, juegos para los niños, campeonato de tute y parchís, y el domingo era la misa del Ramu: la presentación en sociedad de los jóvenes del pueblo, con la que soñaban durante meses. Yo escuchaba las conversaciones de las chicas a escondidas, mi amigo Chechu las de los chicos, y luego nos contábamos y nos reíamos de lo tontos que nos parecían todos. También a veces nos mirábamos azorados, imaginándonos varios años después, cuando nos tocara a nosotros. Nunca llegó a ocurrir. La fiesta dejó de celebrarse cuando cumplimos los trece.

La segunda es en diciembre, coincidiendo con la patrona del pueblo, Santa Eulalia. Esta misa es famosa por el frío que se pasa en la iglesia y porque el cura siempre se empeña en contar con pelos y señales el martirio de la santa. Dura una eternidad. Cuando era muy pequeña, me acurrucaba en el regazo de mi abuela y jugaba a mirar las velas entrecerrando los ojos intentando alargar el efecto de las llamas. Hasta que ella me decía, en un susurro: "deja ya de hacer cosas raras con los ojos". Entonces contaba los pliegues de las túnicas de los santos, o los flecos de los trajes de romanos de los murales, o las heridas del Cristo Crucificado. Según fui creciendo empezaron a interesarme las sangrientas historias de los padecimientos de la niña santa, aunque siempre me pareció un poco tonta por dejarse hacer todas aquellas cosas. Cuando tuve edad para decidir, empecé a quedarme fuera de la iglesia, con mis tíos, tomando el vermut. Aún había más miembros de la familia dentro que fuera. Ahora dentro sólo queda mi abuela. No por fe, sino por tradición.

La tercera fiesta del año coincide con las primeras comuniones. Apenas quedan niños en el pueblo que la hagan. Pero se ha corrido la voz de que con este cura con ir un año a catequesis es suficiente, y eso hace que siempre vengan niños de fuera. Un entorno bonito y librarse dos años de llevar al niño a la escuela dominical bien merecen recorrer los 15 kms hasta allí.

Hoy era esa fiesta, y había que vestirse de domingo. Ir todos juntos, hijos, nietos y biznietos a acompañarla en la procesión alrededor de la iglesia al final de la misa. A esperarla fuera para que ella pueda decir, orgullosa: "Esta es mi nieta mayor, mira qué hijos más guapos tiene". "Y esa es mi nieta, la arquitecta, que se casa este verano. Tengo otro arquitecto, pero vive en Suiza y no puede venir. Porque no puede venir, que si no, vendría." Y así nos va repasando a todos, para rematar diciendo su frase preferida. "Somos catorce a comer. Catorce. Y todavía cocino yo."

A nosotros nos revienta. Nos molesta vestirnos de domingo. Nos irrita ese desfile en el que te muestra con orgullo, donde las señoras todavía te pellizcan la mejilla como si fueras una niña y te preguntan "¿y tú de quién eres?" y te estampan besos sonoros y pegajosos. Pasado un rato mi hija me mira suplicante y me susurra bajito, para que no la oiga nadie: "¿por qué siempre soy la única niña que se viste de asturiana?" Yo le explico como puedo que es por la bisabuela. Que todas las niñas lo hemos hecho; que antes había otras niñas que también lo hacían, cuando había niñas en el pueblo. Le muestro como ejemplo de "disfraces" a las niñas de comunión con sus vestidos blancos; a las señoras del coro, con sus túnicas negras, al gaitero. Nos miro a nosotros vestidos de domingo, que es como ir un poco disfrazados. Pero no puedo decirle mucho más.

Porque cómo le explico que, simplemente, lo hacemos. Tres veces al año nos dejamos arrastrar. Lo hacemos por mi abuela. Porque queremos llegar a los noventa años como ella, con su frescura, con su ternura, con sus ganas de vivir. Lo hacemos por las historias que nos cuenta, por la fabada y el arroz con leche deliciosos que suceden a la misa los días de fiesta. Porque nos junta, a los catorce, o a los dieciséis y nos hace sentir que tenemos una familia, un lugar al que pertenecemos. Porque nos pone a saltar a la cuerda a todos: hijos, nietos y biznietos, y ella todavía lo intenta aunque hace unos años (pocos) que ya no nos gana.

Lo hacemos porque a ella le hace feliz.
Y porque siempre tenemos miedo de que esta fiesta sea la última.

martes, 1 de junio de 2010

viajando sola

Había olvidado lo mucho que me gusta viajar sola. Hacer una maleta efímera en ropa pero cargada de libros; procurarse la manera de llegar a la estación, al aeropuerto, a altas horas de la madrugada. Tiempo de espera para leer, para observar, sin la necesidad de llenarlo de palabras. Un tiempo que se estira o se enconge como un chicle, a nuestra voluntad.
Una vez en el avión o en el tren, sentarse en la ventanilla sin sentirse culpable por ello y abstraerse mirando por la ventana las nubes o el paisaje estirado y veloz, o dormirse con la boca abierta, o enfrascarse en la lectura sin miedo a que nadie se sienta excluido. Observar la coronilla de la señora de delante que se está quedando calva. Escuchar a hurtadillas la conversación de los de atrás, imaginar a qué se dedica el del asiento contiguo, por qué viaja, para qué.
Cuando el avión llega (o el tren, o el autobús) saberme libre de escoger, según mis apetencias. Una exposición, un lugar especial. Pero sobre todo poder vagar, vagar a mi antojo en busca de parques, de terrazas, de gente. Asistir a los momentos cotidianos de la ciudad, ir a comprar fruta en el mercado para comerla sentada en un banco, viendo pasar la vida. Sin obligaciones.
Y luego están los amigos: los que están y los que hacemos. Esa gente que la vida te ha ido poniendo en el camino, que forman parte de ella a pesar de estar lejos, casi siempre. Aquellos a los que puedo pasar años sin ver con la seguridad de que el cariño sigue ahí, intenso, intacto. Esas cañas, esas cenas, esos paseos de a dos o de a tres o de a cuatro que duran unas horas que luego recuerdas durante años. Y tras la despedida, de nuevo la soledad.
Una soledad donde me pienso, me repienso, escribo y me reescribo. Una soledad, como un vacío donde me puedo quedar suspendida, fuera del tiempo, para mirarme al espejo y volver a encontrarme.
Me encanta viajar sola. Me sigue gustando. No sé cómo pude haberlo olvidado.