miércoles, 16 de junio de 2010

el origen

Existe un momento cada día en el que mi cerebro alcanza su máximo rendimiento creativo. Ocurre justo al despertarme, cuando empiezan a disiparse las brumas del sueño.

Es un amanecer lento, el mío. Mi cuerpo tarda en reaccionar. Quiere acurrucarse bajo el edredón, como si temiera enfrentarse al mundo. Especialmente cuando llueve o hace frío.
Poco a poco consigo desperezarme y obligarme a la rutina: despertar a los niños con leves cosquillas, ayudarles a elegir su ropa, meterme en la ducha mientras se visten.
Y entonces llega el momento mágico, como si este no pensar automático fuera el caldo de cultivo ideal. Una idea se abre paso, seguida de otra y otra más. No las puedo controlar, mi voluntad aún está dormida. Salen a borbotones, y tengo que conformarme con intentar atraparlas para que no se escapen.
A veces, cuando sospecho que lo harán irremediablemente, las escribo con el dedo sobre el vaho que se forma en la mampara, con la esperanza de poder recordarlas más tarde.
No siempre lo consigo.